lunes, marzo 30

Los aromas de la Nouvelle-Orléans


    
   Andrea Kiss.

El ojo del gato me sigue a través del óxido del antiguo portón de hierro. Observo los enamorados en el callejón que encienden el verano sobre la rustica banca que el tiempo ha consumido. Entre tanto el sonajero de la primavera aún retumba en los árboles con un diluvio de savia que con ímpetu se expresa. La ciudad es canto de sirena que engancha, me dejo llevar por su hechizo. Un ángel con ojos entornados al cielo, engalana la columna santificada donde un borrachín sosegadamente pernocta intentando escapar del madrugador rayo que intenta despertar su ceño sombrío. La lírica de lo callado se expresa. Tropiezo con el asedio de los cuerpos ardiendo en fiebre, queriendo acariciar el tan soñado Edén. Un niño extraviado llora ante un búcaro de miradas buscando la bien conocida.
Se abre la bisagra de la calle donde se proyecta la sangría de codiciosos marchantes. Las rosadas bocas cosechan el deseo sonriente de ofertas mientras el cómplice viento gira sus encarnados vestidos como alas del sol cautivando así el incordio de las insaciables lujurias que por allí deambulan. El vértigo en la oblicua caída de mi se apodera. Cuando una bicicleta en acelerado escape a mis pasos embiste. Un dolor agudo me sacude la garganta viva que estaba enmudecida. El cielo está curiosamente abierto. Resuenan voces con rostros imperceptibles a mi alrededor. Un hilo de sangre cuelga de mis labios, Mis manos el mediodía buscan a tientas. Una mano extrañamente descortés me levanta y me sujeta forzosamente a el. Mí corazón no se sosiega, abro y cierro mis ojos queriendo de la pesadilla despertar. Una lágrima dulce ansía calmarme. Todo se mueve como en un féretro con ruedas.
El aroma de las callejuelas del Vieux Carré se cuelan mientras transito a ciegas bajo la engañosa tutela. percibo el veneno que escupen los antiguos desagües de la ciudad, el particular tufo a tabaco que vomitan en sus esquinas. La cocina que exhala el olor de aceite requemado bañado de azúcar. Escucho los modismos de las engreídas enaguas que se ofrecen en las ilusorias casas de menudeo humano. Ahora me encuentro cerca las turbias aguas del río habitadas por espectros inmundos. Una obscena náusea de mi se apodera apresada al que a mi intempestiva esclavitud gesta. Atroces carcajadas zarandean el tormento donde ahora llego. No te encabrites gata callejera, me gritan, mientras se suelta la sujeción a la orilla y las aguas soplan su habitual movimiento. Y es cuando cerca de mí en un apenas iluminado lugar siento a el trastornado niño sobre un charco amarillo que llora sin parar. Queriendo escapar de la corbata de Belcebú que ahora nos ata mientras el mortecino mundo donde antes vivíamos, se aleja. Allí donde el infierno, de paraíso falsamente todo se viste ¿A dónde nos llevará esta infausta tuerca del destino?

Xiomara Beatriz.

miércoles, marzo 4

Pabellón Wisteria.

Eugene Atget


El sol le canturrea al azul embelleciendo el cielo sobre el demacrado mundo. El viento ausente está retenido como una flecha en el arco. Las calles esperan con impaciencia los pasos. La doble tela de la vidriera me impide ver el rostro que me mira. La ciudad huele a miedo a pesar del éxtasis de la música. En la esquina se levantan unas sombrillas como un hermoso remolino de colores que avanza hacia una majestuosa puerta de hierro. Veo pasar el viejo corcel que tira pesadamente una carroza, llevando sobre si el cuerpo sin sufrimiento. En el terciopelo añil que lo cubre, un dorado cordel se escapa, arrastrándose sobre el asfalto, intentando aferrarse a este mundo para siempre.

Y me invade el deseo de seguir la procesión. Me contagian los bailarines cuando sus pies sacuden. Van tintineando sus collares como si quisieran del eterno sueño poder despertarle. Cuál viejos alfabetos, las espuelas resuenan en el empedrado camino. Una mujer se apoya tambaleante ante las altas edificaciones como si fueran muertos alzados enharinados de cal. En su piel lleva la noche y en su desconsuelo, su espalda pegada al paredón gimiendo no poder seguir viviendo sin él. A sus labios una media luna acercan con un líquido que la hace revivir. La coloración amarillenta de la tarde ha conquistado el declive de los rostros. Se estrella el metal contra la tierra cubriendo la pulida madera. Se mira con el rabo del ojo la grieta abierta que destruye sueños. Resplandece el rostro del quién debajo del monóculo lleva la nube del olvido.

Una sombra sin historia se acerca empañando todo con su apariencia. Sus dientes color marfil sonríen mientras las rosas con frenesí en el montículo se amontonan. Golpean en las sienes el clamor del reloj que destruye sus números ante su presencia. La música ahora es un embudo que todo lo devora: los parasoles, el alfabeto, el azul al cual intento aferrarme, la luz que se agota y el confuso ojo debajo del monóculo que me mira.

La locura se ha apoderado de mí. Una brillantez fosfórica incendia el ambiente. Anémonas de luz flotan por doquier. La primavera es un mar cuyas olas van al son de lejanas campanadas que el viento dirige. El lirio grita su aroma cuando te acercas. El ojo detrás del monóculo vuelve a tener su luz original . Sonríes y exclamas ¡TODO ESTO ES UN ESPEJO! ¿Qué has visto en él?
 
Y respondo:
Te veo a ti
en este silencio perfecto,
ausente de formas,
repleto de tu imagen presentida
del grito de vida que exhalas.
Te veo a ti y es todo
lo que necesito.
Y cuentan que aún muchos escuchan nuestras voces en el pabellón Wisteria.

Xiomara Beatriz.