jueves, octubre 29

Entre el cielo y el infierno.



Katia Chausheva

Otro día comienza. Doblo la esquina, la ciudad apenas de la neblina se desnuda. Una gota sobre la punta de la hoja se escapa y yo soy el abismo donde revienta. Se comienza a descoser la luz entre las oscuras nubes. Un río de pasos fluye por doquier. Se amontonan en la calzada queriendo devorar el tiempo. Me parece irreal estar rodeada de ellos. La lejana música pretende darle una sacudida de alegría a la atmósfera enferma de la ciudad. Se me dificulta la respiración entre el profusión de formas y sombras.

Miro las manos atiborradas de sueños que desconfían cuando las rozan. De las entrañas de la muchedumbre, se abre una brecha. Penetro por ese túnel. El mundo en su apogeo apenas me mira. El clamor de mi corazón más fuerte golpea, queriendo escapar del pecho. La máscara del miedo de mí se apodera. Una charlatana de blancos cabellos pretende venderme algo. Ve en mi mirada los espectros que me atosigan. Sus ojos me taladran mientras intento apurar el paso buscando la resurrección de mi cordura. Alcanzo a ver el sofisticado ornato de la antigua puerta verde, que se encuentra entreabierta. Siempre me sorprende la corriente helada que de ella se desprende. Escucho el gorjeo de las aves en la terraza del jardín. Reparo en el óleo de las pálidas margaritas que emana cierta tristeza. Suspiro.

Me siento suspendida en la paz del silencio. El sonido de una bisagra anuncia tu presencia. La poesía murmura, se hace real. Una conjunción de estrellas habitan en tu mirada. Mis cabellos con tu voz apaciguas. Telúricos movimientos en mi piel se ensayan al verte. Tu boca empaña el vidrio, tratando de volver a la avaricia de mis labios, sobre el retrato que descansa encima del pulido ébano del piano. Ahora el eco de tus palabras resuena con un tono desconsolado, mientras de ti alejas la fotografía. Intento comprender la expresión de tu rostro. Un nefasto presentimiento invade mi alma. Una repentina brisa despierta el aroma de los eucaliptos cuando el vértigo de mis memorias aflora consumando el instante. La bruma se disipa. Se precipita implacable el horror. Intento que me mires, pero tu mirada va cayendo al vacío que me puebla. 

La luz hiere la pared, mientras en ella desvaría el espejo. Me precipito mientras avanzo, temblando, en busca de mi reflejo. Pero sólo a las pálidas margaritas del lienzo refleja. Se escucha la multitud con su infernal vocerío allá afuera. Arrastro mis pies como los de un enfermo. Se fragmenta el salón a mis espaldas. Apenas se puede distinguir tu figura. Tropiezo con un cielo sin nubes, ausente de todo. El eco de mi grito se congela dentro de la nada. La anciana, con su mano temblorosa, palpa las monedas que en ella acaban de depositar. Me acerco en busca de su mirada y repentinamente me encuentro con sus ojos, deshabitados de vida, por el velo de las cataratas que los cubren. Vacilante extiende la mano y murmura no te aferres a esta vida que ya no es tuya. Los adoquines sueltos ya no hacen ruido bajo mis pasos. La fechoría de la muerte abre por fin su trampilla y derriba el alma, que antes se balanceaba entre el cielo y el infierno.
        
 Xiomara Beatriz