Laura Zalenga.
El viento hace chirriar el letrero del bar que baila sobre sus
oxidadas argollas. El barullo de voces y lastimosas risas se escupen desde la
entrada, confundiéndose con el inaudible tintineo de las copas que se frotan
sobre la pulida madera y, en cuyo interior, rebosa el secreto de la promiscua
alegría. Mientras, la tarde se encoge manchada de oro y sangre en el horizonte
con gran elocuencia.
Una pareja goza sin pudor la ansiedad de sus cuerpos retorcidos de
deseo sobre el lomo de una silla. Un corpulento hombre como una gran roca se
abre paso entre la multitud mal iluminada. Sus ojos añil parecen no tener alma.
Se cruzan con los míos. El jadeante cántico del río acariciando la belleza que
fecunda la ventana, me distrae, haciendo que me olvide del decadente decorado
que tras ella se exhibe.
Advierto entonces la pesadilla que se
agita, estirando sus demonios sobre sus piernas, incitando tentaciones a
quienes le mira. Un rayo despierta inicuos ángeles. Intento huir de sus odiosas
fanfarrias, pero su repetido eco todo lo invaden. Una mano me detiene. Me
sobrecoge la belleza de su varonil rostro y sus sarcásticos ojos perturban mi
alma. Intenta atraparme en su abrazo, mientras al amor blasfema. Oleadas de
arrebato despiertan el maléfico súcubo que ahora empuña con fuerza sobre él su
venganza.
Se escapa un grito. No sé bien de donde
proviene. Si de mis labios o de los suyos. Sus pupilas ardientes se van
poblando de nuevo de tinieblas. Logro escapar de su mano que aún a mí se
aferra. En la huida tropiezo con ella, que con espanto me mira con sus grandes
ojos, pero luego parece perder fuerza y cae desplomada en la roja alfombra,
donde una mancha apenas todo lo delata. Mientras los espejos danzan sobre la
balanza. Miro hacia abajo los espejos rotos que la delatan, devorando la
realidad en la que ella se balancea.
La maldiciente luz del farol
parece desvanecerse a lo largo de la calle del opio. Un abrumador sosiego va
amortajando la gruta que antes voluptuosamente pedía calma. Ignoro al sombrío
mendigo que reclama su dádiva al ver en mi rostro la gozosa expresión del
reciente extravío. Me asfixia la pomposa noche exhibiendo el reluciente broche
que imitar al sol pretende, mientras los consumidos adoquines con mis pasos
resuenan. Intentó escapar del infame fulgor que, como un dedo acusador, me
señala. Igual que un animal temeroso me arrimo a la resguardada esquina. El
acre aroma de agotamiento de mi cuerpo aún emana de mí. Solapadamente, saco el
espejo dentro de las sombras. Camino unos pasos más. La calle está desierta. El
silencio es testigo de mi angustiante respiración, cuando en el reflejo vuelvo
a encontrarme a la ¡Maldita Beata! Que persigue mis días.
Xiomara Beatriz