vincent van wijngaard. |
La pesadilla me zarandea con fuerza bajo el vetusto hormigón que exhala gloriosos diseños de un profeta de la luz. El ojo vagabundo que habita en la temida asimetría de aquel ajeno semblante me descubre, clavo mis uñas en mis palmas intentando con el dolor sosegarme. Una tribulación me invade con formas apocalípticas ahora solo escucho atropellados sonidos, los colores alucinantes son sobrepasados por las aterradoras clarividencias que finalmente se adueñan de mi y presurosamente huyó de él.
Trato de escudriñar en el falso vacío que con horror experimenta mi adulterada memoria. Rehuyo de la ciénaga que en su atropellada disfonía quiere hacerme suya. El hombre del ojo errante agita la mentira intentado convencerme de apartarme de la orilla del peñasco. Un ave levanta espléndidamente el vuelo provocándome envidia, las campanadas avisan el fin de las plegarias que a los pecados atormentan. Observo mis zapatillas dormitando como flores abiertas en el fango mientras el embarcadero con su larga lengua desgastada al horizonte apunta. El ocaso del sol en una afilada roca intenta seducirme a pernoctar sobre ella, alejando la zozobra del vértigo que la altura me provocan. Mis labios tiemblan incesantemente.
Regresan las algarabías de recuerdos perdidos en el caos que es ahora mi mente. La manifiesta locura todo lo sacude. Con los ojos jadeantes de lágrimas le gritó al extraño que de mi se aparte. El exclama ¡Estás enferma! Y sombríamente fijamente me mira. Déjame acercarme dice con artera súplica. Sé que no me recuerdas, con temor balbucea. Arrugó el ceño al escuchar cómo engendra la trampa con su palabrería, para intentar otra vez engañarme. Jamás volveré a ser profanada le gritó con desprecio. Su piel palidece asemejándose a la gaviota que plácidamente sobre el mar revolotea.
Quiero en la confusión concluir mi poesía. De pronto emerge el recuerdo de un pedazo de pastel de chocolate que de un canasto asomaba. Los patos con sus graznidos un trozo de pan se disputaba. También la sensación de una estranguladora mano que a mi garganta asfixiaba. Y el azul cobalto del cielo disipándose entre los exuberantes verdes que terminan por convertirse en una baldía tiniebla. Mi corazón late fuertemente. La brisa fustiga mi falda mientras muevo la pierna izquierda al abismo, las mejillas me arden, hilos rojos brotan de mis labios fuertemente fruncidos. Zarandeo mis brazos intentando mantener el equilibrio. Una algarabía en un balconcillo adyacente me hace postergar el salto al distraerme. Y luego bruscamente mis huesos resuenan cuando caigo sobre los pedruscos, salvándome del violento desenlace pues alguien me ha empujado y al mismo tiempo escucha un agónico grito anunciando el fin de una vida.
Como un espectro, el ávido lector lentamente se acerca a la orilla retrocediendo con espanto. Y asiente a la con la cabeza a barahúnda que en las terrazas se aglutinan. El estupor se adueña de mi alma, el crío ha dejado de llorar entre tanta desesperación. Alguien pregunta si me es conocido el extraño que sobre las rocas yace. Solo acierto a mover negativamente la cabeza. Baja a tratar de saber de quién se trata y en un puño cerrado encuentran un arrugado papel que recupera. Lo lee y alarga su brazo para dármelo. Lo agarro sollozando y escucho la espeluznante estridencia del escarabajo de la muerte destrozando mi corazón. Cuando comprendo quien ha sido realmente la víctima de mi transitoria Paranoia.
Xiomara Beatriz