Te escribo, mi buen amigo. Ya sé que he estado bebiendo por mucho tiempo, siempre me lo dices. Y por supuesto no he abandonado la pesca. Por eso te escribo, para contarte lo que me ha sucedido.
Una madrugada cualquiera, allí donde me suelo tumbar a esperar que muerda el anzuelo algún pez, el júbilo se apodera de mí, pues algo con mucha brusquedad se agita en las oscuras aguas tratando de soltarse de la caña. Intenté mantenerla con mucho esfuerzo mientras retraje la cuerda hasta que por fin logró sacar de las turbias aguas un inmenso pez. Hacía calor, amigo, debo confesar que apenas logré meterlo al bote. El cansancio me derribó por completo y, con fascinación, comencé a observar cómo se asfixiaba el enorme pez mientras bebía cerveza. Debo decir que disfruté con cierta perversidad el estruendo de su agonía hasta que el desahuciado dejó de sacudir su cola y conseguí meterlo al costal que siempre llevo.
Estoy seguro de que jamás sentí tal regocijo como cuando entré al bar del condado, ese que siempre frecuentamos. Ya sabes cómo son esos locos. El alcohol flotaba en el ambiente y la algarabía nació con mi presencia llevando el trofeo de pesca. Yo aún sentía el leve temblor de la agonía sobre su brillante cuerpo, cuando todos desfilaban para tomarse fotos. Luego decidieron que era buena idea colocarlo en el bar como trofeo perenne y allí quedó inmóvil flotando con su inmenso ojo inerte encima del gran espejo, que reflejaba viejas botellas y rostros ebrios.
Desde ese día algo me comenzó a trastornar, dirás que estoy loco y no te culpo. Al principio me ufanaba de mi hazaña en el bar, pero luego volvió la rutina para todos menos para mí, sentado allí en la silla de bar que siempre frecuentamos. Yo no dejaba de mirar el ojo de aquel pescado mientras apuraba el trago, la soledad de la órbita me acosaba. En fin, qué más da, me decía para mis adentros, es solo un maldito pez, ya sabes, para dejar de pensar en el ojo que me observaba.
—¿Qué te ocurre? **—**dijo la chica que tenía a mi lado.
—¿Por qué?
**—Bueno, estás agitado, como nervioso, no dejas de moverte en esa silla.
**—**Quizás —dije.
—¿Me invitas a un trago? —
Pero yo ni me moví, y ella se alejó desmenuzando un "bastardo" en sus labios. Todos parecían ignorar el ojo menos yo. De pronto vi que la cola comenzaba a sacudirse, emitiendo estertores e inflándose la agalla sin parar. Convencido de mi locura, intenté marcharme, pero ardía de deseos de preguntar si alguien más escuchaba ese espantoso sonido que luego penetró en mi cabeza taladrándome el sentido, volviéndose una agonía. Comencé a sentir como si me hubieran sellado en una cripta donde el aire se me acababa. Intenté correr, salir de allí, pero alguien me tomó por el brazo. Preso del vértigo, deseé poder sollozar. El eco del estertor comenzó a elevarse, subía por las paredes, así como mi dificultad para respirar, y ahora era de mi garganta de donde salían guturales sonidos, sudaba como si me hubiera dado una ducha sin alcanzar a secarme. Vi que se hizo un semicírculo de humedad en la vieja alfombra.
—¡Pronto, llamen una ambulancia! **—**escuché decir.
Antes de perder el conocimiento alcancé a ver el solitario ojo, con su detestada mirada satisfecha, y luego fue el silencio, la oscuridad de un sótano que se imponía.
**—**Por fin **—**dijo alguien que apenas distinguía.
—¿Dónde estoy?
—¿Qué me ha ocurrido?
Le costó responder mientras revisaba los valores de una máquina a la que estaba conectado.
Me miró como quien mira un milagro y sonrió. No se preocupe, tuvo un infarto, pero todo ya está controlado.
Al quinto día volví a casa, tomé el teléfono y le pedí a un compañero que fuese al bar, tomará el trofeo del pez muerto y lo quemará
, pues yo, aún aterrado, no me atrevía a volver a ver ese animal.
Xiomara Beatriz
miércoles, mayo 14
La asfixia .
Ryohei Hase.
