lunes, julio 13

Madame Deseo.





              
                      Laura Zalenga.


El viento hace chirriar el letrero del bar que baila sobre sus oxidadas argollas. El barullo de voces y lastimosas risas se escupen desde la entrada, confundiéndose con el inaudible tintineo de las copas que se frotan sobre la pulida madera y, en cuyo interior, rebosa el secreto de la promiscua alegría. Mientras, la tarde se encoge manchada de oro y sangre en el horizonte con gran elocuencia.


Una pareja goza sin pudor de la ansiedad de sus cuerpos retorcidos de deseo sobre el lomo de una silla. Un corpulento hombre como una gran roca se abre paso entre la multitud mal iluminada. Sus ojos añil parecen no tener alma. Se cruzan con los míos. El jadeante cántico del río acariciando la belleza que fecunda la ventana, me distrae, haciendo que me olvide del decadente decorado que tras ella se exhibe.


Advierto entonces la pesadilla que se agita, estirando sus demonios sobre sus piernas, incitando tentaciones a quienes le miran. Un rayo despierta inicuos ángeles. Intento huir de sus odiosas fanfarrias, pero su repetido eco todo lo invaden. Una mano me detiene. Me sobrecoge la belleza de su varonil rostro y sus sarcásticos ojos perturban mi alma. Intenta atraparme en su abrazo, mientras al amor blasfema. Oleadas de arrebato despiertan al maléfico súcubo que ahora empuña con fuerza sobre él su venganza.


Se escapa un grito. No sé bien de donde proviene. Si de mis labios o de los suyos. Sus pupilas ardientes se van poblando de nuevo de tinieblas. Logró escapar de su mano que aún a mí se aferra. En la huida tropiezo con ella, que con espanto me mira con sus grandes ojos, pero luego parece perder fuerza y cae desplomada en la roja alfombra, donde una mancha apenas todo lo delata. Mientras los espejos danzan sobre la balanza. Miro hacia abajo los espejos rotos que la delatan, devorando la realidad en la que ella se balancea.


 La maldiciente luz del farol parece desvanecerse a lo largo de la calle del opio. Un abrumador sosiego va amortajando la gruta que antes voluptuosamente pedía calma. Ignoro al sombrío mendigo que reclama su dádiva al ver en mi rostro la gozosa expresión del reciente extravío. Me asfixia la pomposa noche exhibiendo el reluciente broche que imitar al sol pretende, mientras los consumidos adoquines con mis pasos resuenan. Intentó escapar del infame fulgor que, como un dedo acusador, me señala. Igual que un animal temeroso me arrimo a la resguardada esquina. El acre aroma de agotamiento de mi cuerpo aún emana de mí. Solapadamente, saco el espejo dentro de las sombras. Camino unos pasos más. La calle está desierta. El silencio es testigo de mi angustiante respiración, cuando en el reflejo vuelvo a encontrarme a la ¡Maldita Beata! Que persigue mis días.


Xiomara Beatriz