Eugene Atget
El sol le canturrea al azul embelleciendo el cielo sobre el demacrado mundo. El viento ausente está retenido como una flecha en el arco. Las calles esperan con impaciencia los pasos. La doble tela de la vidriera me impide ver el rostro que me mira. La ciudad huele a miedo a pesar del éxtasis de la música. En la esquina se levantan unas sombrillas como un hermoso remolino de colores que avanza hacia una majestuosa puerta de hierro. Veo pasar el viejo corcel que tira pesadamente una carroza, llevando sobre si el cuerpo sin sufrimiento. En el terciopelo añil que lo cubre, un dorado cordel se escapa, arrastrándose sobre el asfalto, intentando aferrarse a este mundo para siempre.
Y me invade el deseo de seguir la procesión. Me contagian los bailarines cuando sus pies sacuden. Van tintineando sus collares como si quisieran del eterno sueño poder despertarle. Cuál viejos alfabetos, las espuelas resuenan en el empedrado camino. Una mujer se apoya tambaleante ante las altas edificaciones como si fueran muertos alzados enharinados de cal. En su piel lleva la noche y en su desconsuelo, su espalda pegada al paredón gimiendo no poder seguir viviendo sin él. A sus labios una media luna acercan con un líquido que la hace revivir. La coloración amarillenta de la tarde ha conquistado el declive de los rostros. Se estrella el metal contra la tierra cubriendo la pulida madera. Se mira con el rabo del ojo la grieta abierta que destruye sueños. Resplandece el rostro del quién debajo del monóculo lleva la nube del olvido.
Una sombra sin historia se acerca empañando todo con su apariencia. Sus dientes color marfil sonríen mientras las rosas con frenesí en el montículo se amontonan. Golpean en las sienes el clamor del reloj que destruye sus números ante su presencia. La música ahora es un embudo que todo lo devora: los parasoles, el alfabeto, el azul al cual intento aferrarme, la luz que se agota y el confuso ojo debajo del monóculo que me mira.
La locura se ha apoderado de mí. Una brillantez fosfórica incendia el ambiente. Anémonas de luz flotan por doquier. La primavera es un mar cuyas olas van al son de lejanas campanadas que el viento dirige. El lirio grita su aroma cuando te acercas. El ojo detrás del monóculo vuelve a tener su luz original . Sonríes y exclamas ¡TODO ESTO ES UN ESPEJO! ¿Qué has visto en él?
Y respondo:
Te veo a ti
en este silencio perfecto,
ausente de formas,
repleto de tu imagen presentida
del grito de vida que exhalas.
Te veo a ti y es todo
lo que necesito.
Y cuentan que aún muchos escuchan nuestras voces en el pabellón Wisteria.
Xiomara Beatriz.